sábado, 21 de julio de 2012

EL TRASPLANTE DE ALMA

Ahora que ha llegado esta devastadora crisis, muchos sesudos analistas que hasta el momento se mostraban muy satisfechos con la España democrática que había abandonado la dictadura de forma ejemplar para abrazar la modernidad e integrarse en Europa, intentan buscar las razones que nos han llevado al desmoronamiento más absoluto.
Lo primero que ninguno admite, es que nos hallamos ante un absoluto fracaso del régimen actual, o sea, el democrático que sustituyó al régimen anterior, la Dictadura de Franco.

El régimen de 1978, por darle la fecha de la constitución, ha fracasado. El régimen democrático ha llevado a España a la situación actual, la más grave desde 1936, cuando otro régimen democrático estuvo a punto de acabar con ella.

¿Por qué hemos acabado así?

Las políticas económicas equivocadas, el despilfarro del régimen partitocrático y autonómico, el gasto improductivo desde el punto de vista de la racionalidad económica pero productivo desde la perspectiva electoralista, la cesión constante de soberanía hacia arriba y hacia abajo, la descomposición de la familia, la inmigración masiva, la caída de la natalidad… no son más que parte de una enfermedad con raíces más profundas.


¿Qué ocurre cuando a una nación se le hace un trasplante de su alma colectiva?
En la época de Franco comenzamos a ver series de televisión y películas americanas. Recuerdo a mis padres, a mis abuelos, a mis tíos, con sus amigos, en tertulias relajadas, comentar con bastante sorna la forma de vida de los americanos. Unos tipos que se habían casado todos tres o cuatro veces, que bebían a escondidas sólo para olvidar problemas en tugurios oscuros en los que el “barman” hacía como de confesor, que andaban permanentemente estresados, que no tenían tiempo para nada y que iban regularmente al psiquiatra. Que tenían electrodomésticos impresionantes y unos coches que parecían portaaviones y que tenían que utilizar para todo, porque vivían en urbanizaciones muy coquetas pero en las que era imposible hacer nada sin el automóvil.

Nuestra España era un país católico, quiero decir, de impronta católica. Incluso los ignorantes que se cagaban en los curas, vivían como católicos. Era una España de familias amplias; no sólo porque se tenían muchos hijos, también porque los abuelos, los tíos-abuelos, los tíos, los primos, los sobrinos, ocupaban un papel importante. Las familias podían vivir con un sueldo, tenían cuatro hijos de media y además, ¡ahorraban! Casi nadie vivía a crédito ni intentaba aparentar lo que no era. Existían economatos, las amas de casa compraban productos frescos en los mercados de barrio a tenderos con nombre y apellidos a los que conocían y de los que se fiaban. Los hermanos pequeños heredaban la ropa de los mayores, con coderas y rodilleras incluidas, y eran felices. Las marcas no imponían su dictadura a unos padres que tenían bastante más sentido común que los de ahora… Y nadie tenía necesidad de acudir a un “loquero” para que le tratase ni le recetase antidepresivos.

Para a una nación que entiende que la vida consiste principalmente en formar una familia feliz, trabajar para mantenerla decorosamente, ahorrar lo posible para el futuro y gozar del tiempo libre de forma placentera, sin necesidad de tener que pedir un crédito para pasar las vacaciones en Singapur, el choque que supuso la llegada del nuevo régimen en 1975 fue necesariamente brutal.

En aquel momento, los gobernantes españoles, de consuno con los que mandan en el mundo democrático, decidieron que España necesitaba un cambio de alma. El trasplante de alma que ya se le había efectuado a algunos países de Europa desde Mayo de 1945. Pero el triunfo de la globalización y de la peor versión que podíamos concebir del proceso de unión europea después de la caída del orbe comunista a finales de los ochenta del pasado siglo, supuso una nueva ofensiva del proceso de uniformización de los espíritus bajo el molde del materialismo.

En muy poco tiempo, sustituyeron el alma española, austera, recia y sin embargo alegre y optimista, y trascendente, como corresponde a las sociedades formadas por los principios católicos, por un alma judeocalvinista.

Las consecuencias de nuestro trasplante de alma están hoy a la vista. Nos han convencido de que debíamos vivir como consumistas compulsivos, de que la mujer debía liberarse de la jaula de la familia, de que la felicidad estaba en comprar lo mejor y lo más caro, de que la competitividad y la eficacia en el trabajo están por encima de todo…

De ser Católico-Romanos hemos pasado a ser judeocristianos, es decir, judeocalvinistas. Nuestros jóvenes beben como anglosajones, bailan como anglosajones, escuchan sólo la música de los anglosajones, visten como anglosajones y si no aprenden su lengua, les amenazan de que estarán condenados a la miseria y el ostracismo.

El españolito de alma trasplantada ya se divorcia cada dos por tres, se pelea con su “ex” por la custodia y la pensión, acaba necesitando un psiquiatra para intentar sobrellevar el lío, toma antidepresivos, intenta trabajar cada vez más para poder pagar todo este follón y además poder comprar todas esas cosas que salen en la televisión y que si no tiene le hacen sentir que no es nadie, se traga horas y horas de programas de televisión que no son más que copias de programas americanos, compra en centros comerciales despersonalizados, come basura precocinada…

Como esos yanquis tan raros y grotescos que veíamos en la televisión en 1970.

Seguramente no es casual que sean en general los países más alejados de la cultura protestante los que peor están saliendo parados de la devastadora crisis actual. Hemos claudicado, hemos aceptado y hemos querido vivir como calvinistas, pero no sabemos, no valemos o no podemos. Las consecuencias del trasplante de alma se están haciendo ver no sólo en España. No creo que sea casual que España, Italia, Irlanda, Portugal y Grecia (los griegos ortodoxos, tan alejados del materialismo como los católicos tradicionales), sean quienes peor estén digiriendo el empacho de globalización consumista que ha arrasado el mundo en las últimas tres décadas.

El mundo árabe y musulmán, debería tomar muy buena nota de todo lo que está ocurriendo en Europa…

El trasplante del alma que se le ha hecho a muchas viejas naciones para implantarles un espíritu ajeno a su idiosincrasia, está generando un monstruo inadaptado a su hostil entorno y condenado al fracaso, igual que el monstruo con cerebro trasplantado que imaginó Mary Shelley. Pero tal vez un día, surja un monstruo que se rebele con éxito contra el destino que otros le habían preparado.
La verdad, creo que me gustaría verlo.

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